La memoria: esa vieja enemiga del poder

En contextos donde el poder necesita instalar su verdad como única, la memoria histórica se convierte en una enemiga a desaparecer. Este artículo analiza, a partir de estudios académicos y el caso argentino, por qué recordar es una forma de resistencia y cómo el olvido puede ser una herramienta de dominación.

DE NUESTRA REDACCIÓN28/03/2025NeuquenNewsNeuquenNews
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Destrucción del monumento al escritor Osvaldo BayerRío Gallegos

Desde la antigua Roma hasta los gobiernos contemporáneos, la lucha por controlar el relato del pasado ha sido una constante. La memoria, en sus múltiples formas —histórica, colectiva, testimonial— es uno de los campos de batalla preferidos del poder político. Recordar lo que fue impide que el presente se convierta en dogma. Por eso, quienes desean dominar el presente, necesitan primero conquistar el pasado.

En tiempos de hiperconectividad y posverdad, el ataque a la memoria no siempre es frontal: a veces se disfraza de eficiencia técnica, de revisión historiográfica o de “sentido común”. Pero el objetivo es el mismo: borrar lo incómodo, domesticar lo traumático, convertir los errores del poder en zonas grises o directamente en olvidos funcionales.

Memoria y poder: una vieja relación asimétrica

Según el sociólogo Maurice Halbwachs, la memoria colectiva no es una suma de recuerdos individuales, sino una construcción social activa que depende de los grupos que la transmiten. Desde esta perspectiva, quien domina los marcos sociales de la memoria también define qué se recuerda y qué se olvida.

El filósofo alemán Walter Benjamin lo había advertido en su célebre "Tesis sobre la historia":

“Ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence.”

Cada vez que una sociedad recuerda un pasado de lucha, represión o conquista, interpela al presente y a los vencedores de turno. Por eso, todo régimen político que busca consolidar su hegemonía suele comenzar por disputar el relato del pasado.

El olvido como estrategia de gobierno

Varios estudios en ciencia política -como los de Enzo Traverso o Jeffrey Olick- analizan cómo los gobiernos suelen operar sobre la memoria colectiva mediante tres mecanismos:

Negación directa: el régimen niega hechos documentados, relativiza crímenes o cuestiona testimonios. Ejemplo: los negacionismos del Holocausto o de dictaduras latinoamericanas.

Reemplazo narrativo: se impone una nueva versión “oficial” del pasado que intenta legitimar el presente. Se reescriben manuales escolares, discursos públicos, efemérides.

Desgaste simbólico: se buscan vaciar de sentido los símbolos, fechas y figuras históricas incómodas a través de la banalización, la descontextualización o el desprestigio mediático.

No es necesario censurar ni prohibir. Basta con convertir la historia en ruido o en espectáculo para debilitarla como herramienta de conciencia crítica.

Amnesia organizada: el teatro de lo conveniente

La memoria no solo molesta al poder cuando recuerda lo traumático. También incomoda cuando revela contradicciones actuales. Es por eso que los relatos oficiales tienden a celebrar a ciertos personajes o gestas de forma despolitizada —como íconos vacíos— mientras que criminalizan otras memorias vivas, especialmente aquellas que implican organización popular, desobediencia o resistencia.

La socióloga Elizabeth Jelin, en su trabajo sobre memoria y derechos humanos en América Latina, plantea que la memoria social es necesariamente conflictiva:

“No hay una memoria, hay memorias en pugna. Cada una refleja proyectos sociales y políticos diferentes.”
Así, recordar es tomar partido. Y esa es una amenaza para todo poder que quiere imponer su versión como única verdad.

La memoria como forma de justicia

En múltiples experiencias de justicia transicional —como en Argentina, Sudáfrica o Alemania— la construcción de memoria ha sido un elemento central no solo para la reparación simbólica, sino para impedir la repetición de los crímenes del pasado. Porque allí donde se instala el olvido, se habilita la impunidad estructural.

Esto explica por qué las políticas de la memoria son más que gestos conmemorativos: son campos de disputa política y moral. Quitarle fondos a archivos históricos, perseguir docentes por enseñar historia crítica o atacar organismos de derechos humanos no son decisiones neutras. Son formas encubiertas de política del olvido.

Recordar no es nostalgia, es resistencia

En un presente saturado de información efímera y verdades editadas, recordar es un acto subversivo. No por romanticismo, sino porque impide que el relato único se imponga. La memoria nos recuerda que lo que hoy parece inevitable, alguna vez fue impensado, y que lo que se presenta como normal, alguna vez fue injusto.

Por eso, la memoria es una enemiga del poder que quiere eternizarse. Porque allí donde hay recuerdo, hay conciencia; y donde hay conciencia, hay posibilidad de rebelión.

Atacar la democracia

No se trata de vivir atados al pasado, sino de entender que el futuro sólo puede construirse con una mirada crítica sobre lo que fuimos. Atacar la memoria es una forma de atacar la democracia, porque debilita la capacidad ciudadana de juzgar, exigir y transformar.

Olvidar es dejar que otros escriban la historia. Recordar, en cambio, es reclamar el derecho a decidir quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes queremos ser.

Argentina: la memoria como política de Estado (y su amenaza constante)

En Argentina, el vínculo entre memoria y poder político ha sido históricamente tenso, sobre todo en relación con la última dictadura militar (1976–1983). El país es reconocido internacionalmente por su proceso de justicia y memoria, a través de organismos como Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, el Nunca Más y los Juicios por delitos de lesa humanidad, que marcaron un hito mundial en derechos humanos.

Sin embargo, también es uno de los escenarios donde esa memoria ha sido atacada de forma cíclica por sectores del poder que consideran incómodo, innecesario o incluso perjudicial mantener viva la historia de los crímenes del terrorismo de Estado.

En los últimos años, estas tensiones se han reactivado con fuerza. Desde discursos presidenciales que minimizan el número de desaparecidos hasta recortes presupuestarios a instituciones como el Archivo Nacional de la Memoria, el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti o el Espacio Memoria y Derechos Humanos (ex ESMA) -declarado en 2023 como Patrimonio Mundial por la UNESCO- se observa una estrategia clara de desarticulación del entramado institucional construido en torno a la memoria.

Como sostiene el investigador Emilio Crenzel, “la política de memoria en Argentina no es un proceso cerrado, sino un terreno de lucha constante entre memorias que buscan justicia y memorias que intentan restaurar el silencio”.
Desde la sociología, Elizabeth Jelin advirtió que la memoria en Argentina no es únicamente un recuerdo del pasado, sino un dispositivo activo de organización ciudadana y producción de sentido político, que incomoda a quienes desean imponer una lógica de mercado y orden.

Borrar o relativizar el pasado reciente, atacar a quienes lo documentan o negar la violencia institucional no es solo una forma de reescribir la historia, sino una estrategia para deslegitimar el derecho a la memoria como fundamento de la democracia.

Por eso, cuando se ataca la memoria en Argentina, no se ataca el pasado: se ataca el presente de las luchas por la verdad, la justicia y la democracia como forma de vida.

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