
En busca de aliados, el grupo se dirige al estadio de River. Pero lo que parecía un punto de encuentro se revela como una trampa. El capítulo más angustiante hasta el momento.
Entre el sensacionalismo mediático y los algoritmos de indignación, el cinismo político se expande como una sombra que apaga el debate, erosiona la confianza y pone en jaque la democracia.
DE NUESTRA REDACCIÓN12/05/2025En tiempos donde la política se reduce a trending topics y escándalos televisivos, la pregunta ya no es si los medios y las redes sociales influyen en la opinión pública, sino cómo y a qué costo. En esa intersección de pantallas y algoritmos, se ha ido gestando una transformación silenciosa pero devastadora: la instalación del cinismo político como norma cultural.
Lejos de ser un fenómeno nuevo, el desencanto ciudadano con la política ha existido desde siempre. Pero algo ha cambiado en su magnitud y profundidad. Hoy, medios tradicionales y plataformas digitales no solo reflejan ese cinismo: lo alimentan, lo multiplican, lo transforman en espectáculo.
La trampa de la negatividad
Los medios de comunicación cumplen un rol clave en las democracias: informar, fiscalizar, promover el debate. Pero cuando su lógica se rige únicamente por el rating, el escándalo se convierte en la unidad de medida de la realidad política. En vez de explicar políticas públicas o facilitar la comprensión de los problemas complejos, se priorizan las “peleas”, las “traiciones”, el “off the record” y las encuestas de intención de voto. La cobertura mediática se vuelve una carrera de caballos: quién gana, quién pierde, quién cayó en las encuestas.
Este enfoque, conocido como cobertura estratégica, desvía la atención de lo sustancial y reduce a los actores políticos a piezas de ajedrez movidas por el cálculo egoísta. No importa el contenido, importa el impacto. No importa la solución, importa el conflicto. Así, la política queda atrapada en un relato de cinismo donde todos los jugadores son sospechosos.
Y cuando se insiste -una y otra vez- en mostrar que todo está mal, que nada cambia, que todos son iguales, el público deja de ver la política como un espacio para transformar y comienza a verla como un escenario de farsantes. Es el terreno perfecto para que la apatía, el descreimiento y la rabia se vuelvan la respuesta más lógica.
Redes sociales: la cámara de eco del desencanto
Si los medios tradicionales siembran el cinismo, las redes sociales lo cosechan a gran escala. Su diseño algorítmico -basado en la viralización del contenido emocionalmente cargado- premia la indignación, la burla y el ataque. Las noticias falsas, los titulares escandalosos, los comentarios agresivos y los memes incendiarios viajan más rápido que cualquier dato verificado.
En este ecosistema, la política se vuelve una guerra de trincheras. Las cámaras de eco refuerzan los prejuicios, filtran la diversidad de opinión y crean la ilusión de que la única verdad es la que confirma nuestras sospechas. En lugar de dialogar, bloqueamos. En lugar de comprender, descalificamos. En lugar de pensar, reaccionamos.
A esto se suma la proliferación de bots, cuentas falsas y campañas de desinformación coordinadas que exacerban el clima de sospecha y hostilidad. En ese entorno, el ciudadano no solo se siente impotente, sino también saturado. Y cuando todo parece manipulado, la conclusión inevitable es que nada merece atención.
El anonimato que mata el debate
Otro rasgo distintivo de las redes sociales es su capacidad para disolver las reglas del diálogo. El anonimato o la distancia digital permiten que muchas personas digan lo que jamás dirían cara a cara. La violencia simbólica, el sarcasmo permanente y los ataques personales reemplazan al argumento, haciendo del intercambio político un campo de batalla.
En este contexto, muchos ciudadanos moderados, comprometidos o simplemente curiosos, se retiran del debate por agotamiento o miedo. Así, la plaza pública digital queda en manos de los más ruidosos. El cinismo, disfrazado de lucidez brutal, impone sus condiciones.
Cuando el cinismo mediático refuerza el político
Existe un efecto espejo entre medios y ciudadanía. Cuando los medios alimentan el cinismo con una agenda marcada por el escándalo y la simplificación, el público responde con desconfianza, sospechando que también los periodistas tienen intereses ocultos o responden a poderes no declarados. Y cuando se pierde la confianza en quienes informan, se abre la puerta a teorías conspirativas y a fuentes alternativas sin ningún rigor.
Este ciclo vicioso mina no solo la credibilidad de la política, sino también la de los medios y la de cualquier institución que intente sostener un mínimo de autoridad o legitimidad. Así, la crisis se vuelve sistémica, y lo que empezó como una cobertura sesgada termina siendo una crisis de sentido.
¿Qué hacer ante esta espiral?
Romper este ciclo de cinismo no es fácil, pero es urgente. Los medios deben asumir con responsabilidad su rol y volver a poner el foco en la explicación, la profundidad, el contexto. No se trata de ocultar la corrupción, sino de no convertirla en el único relato posible.
Las redes, por su parte, deben ser democratizadas desde la alfabetización digital. Los ciudadanos deben aprender a reconocer sesgos, identificar desinformación y recuperar el valor del respeto en el intercambio.
Y la ciudadanía -sí, cada uno de nosotros- debe recordar que la política no es solo lo que vemos en los medios. La política es también lo que hacemos cada día cuando votamos, debatimos, proponemos, denunciamos, defendemos derechos, organizamos, acompañamos.
Porque si dejamos que el cinismo lo impregne todo, no solo perderemos la fe en la política. Perderemos la democracia.
En busca de aliados, el grupo se dirige al estadio de River. Pero lo que parecía un punto de encuentro se revela como una trampa. El capítulo más angustiante hasta el momento.
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