Fascismo: el monstruo que nunca muere

Bajo nuevas máscaras y lenguajes aggiornados, el fascismo sigue operando en el corazón de muchas democracias. Este artículo desnuda su esencia histórica, sus mecanismos de poder y las formas concretas -peligrosamente normalizadas- en que reaparece hoy en Israel, Europa, Estados Unidos y la Argentina.

DE NUESTRA REDACCIÓN18/05/2025NeuquenNewsNeuquenNews
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Nacido del derrumbe moral de Europa tras la Primera Guerra Mundial, el fascismo fue mucho más que una ideología. Fue una maquinaria de odio, un programa político basado en la aniquilación del otro, en la supresión del pensamiento libre, y en la construcción de un Estado que se alimentaba del miedo, el racismo y la violencia institucionalizada. Aquello que comenzó con Mussolini y encontró su apoteosis siniestra en Hitler no fue una anomalía histórica: fue un síntoma crudo de lo que ocurre cuando la democracia se duerme y el fanatismo se disfraza de salvación nacional.

El rostro original de la bestia
En su forma original, el fascismo se consolidó como una reacción brutal contra el avance del socialismo, la igualdad y los derechos colectivos. Prometía orden en medio del caos, identidad en medio de la incertidumbre, y grandeza para pueblos quebrados por la guerra y la miseria. Lo que entregó fue represión, genocidio, censura, esclavitud económica y un culto al líder que terminó en ruina.

Las principales características del fascismo clásico -descritas por pensadores como Umberto Eco, Robert Paxton y Emilio Gentile- siguen siendo una advertencia vigente: ultranacionalismo agresivo, desprecio por los derechos humanos, criminalización del disenso, negación del pluralismo, violencia contra las minorías, manipulación mediática, autoritarismo legal y una exaltación grotesca de la fuerza como única vía de orden.

El fascismo hoy: menos uniforme, igual de letal
Creer que el fascismo desapareció con la caída de Hitler es un acto de ingenuidad peligrosa. Hoy, este virus muta, se adapta y se cuela en democracias debilitadas, muchas veces disfrazado de “renovación” o “libertad”. Su gramática ha cambiado: ya no habla de “raza aria” sino de “seguridad nacional”, ya no proclama guerras santas pero sí cruzadas contra inmigrantes, pueblos originarios, mujeres y trabajadores organizados.

Y no es necesario buscar en los márgenes: el fascismo contemporáneo ocupa bancas parlamentarias, preside naciones, dicta leyes y emite cadenas nacionales. Está entre nosotros.

Cuando la historia se repite sin disfraz
Israel, que supo ser el símbolo de un pueblo perseguido, hoy encarna una de las formas más violentas de supremacismo estatal del siglo XXI. Bajo el gobierno de Netanyahu y sus socios extremistas, se lleva adelante una política sistemática de apartheid contra el pueblo palestino, ignorando resoluciones internacionales, destruyendo hospitales y escuelas, y justificando todo bajo el paraguas del “derecho a la defensa”. Lo que en otros países sería condenado como crimen de guerra, aquí se aplaude como una defensa civilizatoria.

En Estados Unidos, el trumpismo encendió la mecha de un nacionalismo blanco violento, conspiranoico y negacionista. La toma del Capitolio en 2021 no fue un episodio aislado, sino la expresión brutal de una masa dispuesta a dinamitar la democracia cuando no le sirve. Hoy, ese movimiento no sólo sobrevive, sino que amenaza con volver al poder, respaldado por iglesias evangélicas fanatizadas, conglomerados mediáticos ultraconservadores y una clase empresarial dispuesta a todo para evitar la redistribución de la riqueza.

En Europa, el fascismo dejó de ser un fantasma y volvió a ser proyecto de gobierno. En Italia, Giorgia Meloni no oculta su nostalgia por Mussolini. En España, el partido VOX impulsa un revisionismo histórico que blanquea el franquismo y ataca con furia al feminismo, la diversidad sexual y las autonomías regionales. El odio es su plataforma, el resentimiento su motor, y el “enemigo interno” su excusa permanente.

En Argentina, el presidente Javier Milei encarna una versión local y estridente de esta tendencia. Ataca a las universidades, desfinancia la cultura, desprecia al Congreso, amenaza con dinamitar organismos públicos, y estigmatiza a todo aquel que lo critique.

Bajo el ropaje de una supuesta “libertad”, promueve una concentración brutal del poder, alimenta el odio hacia los más vulnerables y banaliza el lenguaje político al punto de hacerlo irreconocible. La disidencia es para él “casta”, y el pueblo, apenas una herramienta para consolidar su ego mesiánico. La historia argentina, marcada por dictaduras y terrorismo de Estado, debería hacernos inmunes a estos cantos de sirena, pero el desencanto social ha dejado la puerta abierta a experimentos peligrosos.

Una advertencia urgente
Hoy más que nunca, el fascismo no se presenta como una dictadura de botas y tanques, sino como una promesa de orden frente al caos, de pureza frente a la mezcla, de “patria” frente a los derechos humanos. Pero su esencia sigue intacta: desprecio por la vida, por la memoria y por la libertad. Los discursos de odio, el negacionismo histórico, la criminalización del otro y la lógica del enemigo son síntomas claros de esta enfermedad política.

Como señaló Umberto Eco, el fascismo no necesita un manual, le basta con un clima. Y ese clima ya se respira.

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