
Derrotados pero no vencidos, Juan y los sobrevivientes deciden contraatacar. Ya no alcanza con resistir: es hora de luchar. El Eternauta se convierte en combatiente.
Bajo el lema “el que quiere, puede”, el ajuste corta subsidios, licúa salarios y desarma servicios esenciales, dejando a la mayoría sin la escalera que se prometió para subir.
DE NUESTRA REDACCIÓN07/06/2025Mientras el Gobierno exhibe con orgullo el “mérito individual” como llave mágica para el progreso, las estadísticas muestran que, bajo el barniz seudo-randiano del hombre auto-suficiente, la desigualdad vuelve a crecer y los recortes caen como guadaña sobre quienes menos capital heredaron.
1. De Rand a la pampa: el evangelio del vencedor
En los años cincuenta, Ayn Rand imaginó un individuo tallado a golpe de razón y voluntad, inmune a condicionamientos sociales. Hoy, el relato libertario criollo recicla ese credo -versión express y sin notas al pie- para justificar un ajuste que presenta como epopeya moral: “el que vale, sube; el que no, que se esfuerce”. El problema, claro, es que la Argentina real no parte de la línea de largada, sino de un laberinto de desigualdades históricas: educación pública erosionada, créditos inaccesibles y una grieta territorial que separa Puerto Madero de Villa Lugano como si fuesen dos países rivales.
2. Meritocracia o mito de origen
Los devotos locales del “self-made man” repiten que la justicia social fue un error de ingeniería: demasiados engranajes, mucho gasto. Sin embargo, el índice de Gini -el termómetro de la distribución del ingreso- subió a 0,436 en el segundo trimestre de 2024, su peor valor en cinco años, según INDEC. Dicho de otro modo: si un argentino del segmento más pobre gana $1, uno del segmento más rico embolsa $14. La carrera no sólo arranca en diferentes carriles; también arranca a horas distintas.
3. La aritmética de la motosierra
El “shock de libertad” se financia serruchando el gasto. Las partidas para subsidios tarifarios, programas sociales y salarios públicos explican casi toda la contracción del gasto que permitió exhibir el superávit primario 2025. En paralelo, las transferencias a provincias —donde viven 9 de cada 10 pobres— se hundieron 70 %. En criollo: el mérito viaja en limusina; la justicia social espera un colectivo que dejó de pasar.
4. La pobreza baja… ¿pero para quién?
Los portavoces oficiales celebran que la pobreza retrocedió al 38,1 % en el segundo semestre de 2024, después de tocar un pico histórico tras la devaluación inicial. El detalle omitido: la indigencia apenas cedió y la mejora se explica, sobre todo, por la desaceleración inflacionaria y no porque los salarios le hayan ganado a los precios. Si el dólar vuelve a moverse o los subsidios desaparecen sin reemplazo salarial, ese alivio estadístico puede esfumarse más rápido que un billete de dos mil.
5. Efectos colaterales: los rostros detrás del “recorte virtuoso”
La gran paradoja: mientras se loaba la eficiencia, el hospital pediátrico Garrahan enfrentaba recortes que pusieron en jaque trasplantes programados, y las prestaciones para personas con discapacidad se demoraban por “razones de caja”. El héroe auto-suficiente que predica la tribuna digital olvida que un niño nacido en un barrio sin cloacas corre 40 % más riesgo de abandonar la escuela primaria. Meritocracia, sí; pero con cronómetro adulterado.
6. Economía política del espejismo
Detrás de la retórica moral hay incentivos muy terrenales. Reemplazar la justicia social por meritocracia reduce el tamaño del Estado, libera fondos para pagar deuda y consuela a los acreedores con la promesa de que “esta vez sí” los números cerrarán. El problema es macroeconómico y micro: el FMI proyecta que el PBI crecerá apenas 0,5 % este año -muy por debajo del rebote necesario para sostener empleo formal- y la recuperación es “incierta y desigual”. Un mercado laboral con 49 % de informalidad no premia méritos; los castiga.
7. Epílogo: justicia como prerrequisito del mérito
Rand proponía que nadie tiene derecho a aquello que no produjo. Justo: nadie discute el valor del esfuerzo. Pero el mérito sólo es mérito si compite en una cancha nivelada. El Estado puede ser elefante, pero sin árbitro el partido degenera en lucha grecorromana. La Argentina que creyó a rajatabla en el “hombre auto-suficiente” ya la vimos en 1890: crecimiento para pocos, crisis para todos.
Si el nuevo credo olvida esta lección, el resultado no será una sociedad de emprendedores libres, sino un feudo de ganadores hereditarios. Y cuando la ciudadanía descubra que la promesa meritocrática es un espejismo -que el ascensor social de verdad no funciona cuando se cortan los cables-, la respuesta no será filosófica: volverán las calles, las cacerolas y la demanda, siempre postergada, de un contrato social que no confunda justicia con caridad.
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