Pepe Mujica, el presidente que no se disfrazó de poder

Escribimos estas líneas con el corazón sereno pero aún sacudido, a pocas horas de confirmarse la muerte de José “Pepe” Mujica. Tomamos un tiempo antes de escribir, no por falta de palabras, sino por respeto al silencio que impone la despedida de alguien tan profundamente humano. Necesitábamos asimilar la idea de su partida, dejar que baje el polvo de la emoción, y recuperar el aliento para rendir homenaje a un hombre que no solo fue presidente, sino un faro ético en tiempos oscuros.

DE NUESTRA REDACCIÓN14/05/2025NeuquenNewsNeuquenNews
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A José Mujica no lo inventó el marketing. No lo diseñó una agencia de comunicación ni lo escribió una pluma profesional del Congreso. A Pepe Mujica lo parió el Uruguay profundo, ese de mate amargo, manos curtidas y noches de charla bajo la luna. Fue presidente, sí. Pero no de esos que se visten con la investidura y olvidan quiénes son. Mujica fue presidente como se es buen vecino: con la puerta abierta, el oído atento y la palabra justa.

En un tiempo donde los mandatarios se suben a escenarios como artistas de gira, Mujica gobernó como quien va todos los días a la feria: con sentido común, con decencia, con la urgencia de quien sabe que la gente no come discursos ni promesas. No fue un político profesional; fue un ser humano ejerciendo la política con la dignidad de lo esencial. Y eso lo hizo distinto. Único.

Durante su presidencia (2010–2015), el Uruguay no se llenó de rascacielos ni de épicas fundacionales. Se llenó de sentido. Legalizó el matrimonio igualitario, el aborto y la marihuana con una lógica simple: si hay sufrimiento, el Estado tiene que aliviarlo, no aumentarlo. Gobernó con la mirada puesta en la libertad, pero también en la responsabilidad. Porque para él, ser libre no era hacer lo que uno quiere, sino comprometerse con lo que es justo.

No necesitó corbata para hablar en la ONU, ni traje de gala para conmover al mundo con una idea poderosa: que la felicidad no se compra, que el consumo no puede ser el dios de nuestra era, y que estamos hipotecando el planeta por un confort que no nos hace más humanos. Y lo dijo sin subirse al púlpito. Porque Mujica no hablaba desde el bronce; hablaba desde el barro que había pisado, desde las celdas en las que estuvo, desde los errores que reconocía sin pudor.

¿Tenía contradicciones? Claro. Como todo ser humano honesto. Pero nunca abandonó el eje: la defensa de la vida digna, la paz, el respeto. Nunca dejó de recordarnos que, incluso entre economías, tratados y cifras, la política trata sobre personas. Mujica presidió un país como quien cuida una planta: sin estridencias, sin atajos, sabiendo que lo importante no es lo que brilla sino lo que echa raíces.

Y si algo echó raíces en América Latina fue su ejemplo. Un presidente que renunció a los lujos, que donó su salario, que volvió a su chacra cuando dejó el cargo. No por pose, sino porque nunca se fue de ahí. Porque, en el fondo, nunca dejó de ser el mismo tipo que regaba las plantas y cuidaba a sus perros. Y eso, en este mundo de impostores, vale oro.

Pepe Mujica no fue perfecto. Pero fue decente. Y eso, en la política de hoy, es casi milagroso.

Se va el hombre, queda la siembra. Que no lo idealicen: que lo imiten.

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