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El equilibrio precario en la política exterior (El Tábano Economista)
La política en Neuquén no murió de golpe, se fue apagando de a poco, como todo lo que deja de tener sentido. Hoy ya no queda debate ni proyecto común, sólo una rutina que se repite vacía. El poder habla solo, y la gente, cansada, mira sin creer.
DE NUESTRA REDACCIÓN30/05/2025 Por Adrián Giannetti (*)
Hay momentos en la historia en que las palabras dejan de nombrar realidades y comienzan a encubrirlas. La política, por ejemplo, alguna vez fue sinónimo de diálogo, de diferencia, de construcción colectiva. Hoy, en nuestra provincia, ese término parece una ruina habitada. Se lo sigue pronunciando, se lo usa, se lo invoca… pero el alma que lo habitaba se ha ido. Lo que queda es un ritual vacío, una forma sin contenido, una ceremonia que se repite sin fe.
En Neuquén, la política no murió de un golpe, ni por un acto de violencia. Murió de desgaste. Murió de tanto ser administrada como si fuera una empresa, de tanto confundirse con la eficiencia, de tanto olvidarse del otro. Murió, quizás, por falta de preguntas. Y porque las respuestas empezaron a escribirse en los balances y no en las plazas.
El poder como espejo
Los cambios de gobierno suelen traer consigo promesas de renovación. Y es natural que así sea. Pero también es natural -y neuquino- que el poder deje su marca, que el sillón transforme a quien lo ocupa. En nuestra provincia, el viejo partido que durante décadas ejerció el control, cedió la gobernación por primera vez. Sin embargo, lo que no cedió fue su huella, su impronta. Porque hay estilos de gobierno que se transforman en cultura, en atmósfera, en inercia.
El modelo autocrático del ex gobernador Jorge Sobisch -una forma de ordenar la realidad desde el mando, desde la verticalidad, desde la certeza inapelable- no se fue con él, como tampoco la construcción de una paz social con fórceps y billetera que caracterizo los ocho años del gobierno del MPN encabezado por Omar Gutierrez, “el heredero” de Jorge Sapag.
Como todo lo que ha sabido ser poder verdadero, ese estilo se reconfigura, se adapta, se filtra. Hoy, puede verse en ciertas decisiones que no se explican con razones, sino con voluntades. En esa inclinación natural del poder a escucharse a sí mismo más que a los demás. En esa tentación, siempre latente, de confundir gobernar con poseer.
El equilibrio que ya no equilibra
El sistema republicano enseña que los poderes deben controlarse mutuamente. Pero cuando todos se miran con la misma indulgencia, cuando nadie incomoda al otro, algo se ha quebrado. La justicia, en teoría independiente, parece haberse acostumbrado al silencio prudente, al paso lento, al análisis postergado. Y en ese silencio, muchas veces se diluyen las causas que deberían preocuparnos a todos.
La Legislatura, por su parte, no escapa a esta lógica. Lo que debería ser una caja de resonancia social, se asemeja más a un eco ordenado. Hay palabras, sí, pero pocas preguntas. Hay votaciones, sí, pero pocas dudas. Se trabaja con eficacia, pero no siempre con profundidad. La representación política no puede limitarse a la aritmética de las bancas. Requiere coraje, requiere contraste, requiere una cierta incomodidad que ya no se respira.
El periodismo en tiempos de prudencia
Hay un cuarto poder del que se habla poco y cada vez menos: el periodismo. Y como todo poder, también puede verse tentado. En este caso, por el sosiego. La pauta oficial, ese recurso legítimo cuando se administra con criterios de pluralidad, puede volverse una herramienta de equilibrio… o de silencio. Los medios que viven de lo que el Estado distribuye tienen derecho a subsistir. Pero el problema no es la pauta, sino la expectativa implícita que muchas veces la acompaña: no molestar, no confrontar, no desentonar.
No se trata de censura explícita, sino de un clima. Un clima en el que ciertas preguntas se hacen más despacio, o se posponen. En el que algunos temas se vuelven sensibles, y otros directamente invisibles. El periodismo no muere cuando lo atacan; muere cuando se resigna.
El pueblo y el espejo roto
Y en este escenario, la sociedad neuquina mira. No con indiferencia, sino con una mezcla de cansancio y lucidez. Sabe que hay cosas que no funcionan. Que los salarios no alcanzan. Que el acceso a la tierra es una carrera imposible. Que la palabra “desarrollo” se repite más que se explica. Pero también sabe que ya no cree como antes. Que la esperanza se ha vuelto un recurso escaso. Y que participar, muchas veces, se parece demasiado a fingir.
Las organizaciones sociales, los movimientos barriales, las comunidades originarias… todas aquellas voces que antes discutían el rumbo ahora enfrentan un dilema: adaptarse o resistir. Y en ambos caminos, se paga un precio.
La política y su ausencia
Por eso digo, con tristeza y sin estridencias: la política ha muerto en Neuquén. No la política como aparato, sino la política como acto de encuentro. Como conflicto fecundo. Como proyecto compartido. Lo que vemos hoy es una coreografía funcional. Un conjunto de piezas que se mueven, pero no transforman. Que operan, pero no inspiran.
El poder, como en las tragedias clásicas, ha empezado a hablar solo. Y cuando eso ocurre, ya no hay conversación posible. Sólo mandato.
Pero también sé —y esto lo digo no como analista, sino como ciudadano— que la muerte de la política no es definitiva. Como todo lo que es humano, puede volver. Puede renacer. No de las cúpulas, sino de abajo. De los bordes. De las palabras que aún no han sido domesticadas. De los gestos pequeños que todavía no han sido comprados. De cierta indeleble esperanza poética.
Porque si la política ha muerto, nos toca a nosotros enterrarla con honor… o resucitarla con dignidad.
Adrián Giannetti
(*) Editor responsable de neuquennews.com.ar

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