
El Eternauta – Capítulo 20 - El hombre que cuenta la historia
Todo termina… o todo empieza. Juan Salvo logra atravesar la dimensión y aparece, inexplicablemente, en el estudio de un guionista. Y así comienza el relato que ya conocemos.
El cinismo político es mucho más que una crítica: es una renuncia disfrazada de lucidez que debilita la democracia desde adentro y abre la puerta al autoritarismo.
DE NUESTRA REDACCIÓN10/05/2025No hace falta un golpe de Estado para que una democracia se desmorone. A veces, basta con una idea que se repite, se instala, se vuelve sentido común. “Todos los políticos son iguales”, “la política no sirve para nada”, “el sistema está podrido”. Estas frases, que parecen simples quejas cotidianas, forman parte de un fenómeno mucho más profundo y peligroso: el cinismo político.
Lejos de ser una crítica legítima o un escepticismo sano que busca mejorar el sistema, el cinismo político representa una pérdida total de fe en los valores democráticos. No cuestiona una medida ni un funcionario: condena al sistema en su totalidad. Lo deslegitima, lo ridiculiza, lo desecha.
¿Qué es el cinismo político?
El cinismo político se basa en una convicción: que la política no solo no funciona, sino que está diseñada para no funcionar. Que los políticos no actúan por vocación pública, sino por interés personal. Que no hay posibilidad de cambio ni mejora, porque el sistema en sí mismo es corrupto e inmoral.
A diferencia del escepticismo -que implica dudas saludables y voluntad de exigir rendición de cuentas- o de la desconfianza -que evalúa críticamente el desempeño de las autoridades- el cinismo es mucho más corrosivo. No deja lugar a la esperanza ni a la participación. El ciudadano cínico no quiere mejorar la democracia: quiere abandonarla.
Las consecuencias: cuando nadie cree en nada
Este tipo de actitud tiene efectos concretos. En primer lugar, mina la confianza en las instituciones democráticas. Si creemos que nada de lo que hagamos tiene impacto, dejamos de participar. No votamos. No nos organizamos. No exigimos. Y cuando eso ocurre, dejamos vacante el espacio público. Y ese espacio, sabemos, nunca queda vacío: lo ocupan otros.
Segundo, el cinismo crea terreno fértil para los discursos populistas y autoritarios. En contextos de alta desconfianza, los líderes que ofrecen soluciones fáciles, promesas mágicas y enemigos claros se vuelven seductores. Nos dicen: “el problema no sos vos que no participás, el problema son ellos que te mienten”. Y así, se consolida un relato antipolítico que termina en más poder para menos manos.
Tercero, y quizás más preocupante, el cinismo alimenta la apatía. Una sociedad que descree, también se desentiende. La falta de participación debilita la representación democrática. Si solo votan y se involucran los extremos, ¿qué tipo de decisiones y gobiernos podemos esperar?
El círculo vicioso del cinismo
Una vez instalado, el cinismo político se retroalimenta. Cuantos menos ciudadanos participen, menos representativo será el sistema. Y cuanto menos representativo sea, más fácil será argumentar que “la política no sirve”. Es un ciclo que degrada lentamente la vida democrática hasta convertirla en una formalidad sin sustancia.
El problema no es solo lo que se cree, sino lo que se deja de hacer. Cuando la convicción de que todo está podrido se vuelve hegemónica, los espacios de transformación se vacían. Y no hay democracia sin ciudadanía activa.
¿Cómo salir de esta trampa?
La salida no es sencilla, pero comienza con una premisa clara: no toda crítica es cínica. La crítica fundada, el debate profundo, la exigencia de transparencia son esenciales para una democracia saludable. El problema no es cuestionar, sino abandonar.
Frente al cinismo, hay que recuperar el valor del compromiso. La política es una herramienta imperfecta, sí, pero sigue siendo el mejor mecanismo que conocemos para organizarnos, decidir y construir futuro colectivo. Negarla o ridiculizarla no soluciona nada. Participar, proponer, fiscalizar y construir, en cambio, sí lo hace.
La democracia como ejercicio cotidiano
La democracia no es solo votar cada tanto. Es una práctica constante, incómoda, exigente. Y sobre todo, colectiva. No es perfecta ni está libre de errores, pero si queremos cambiarla, no será desde el escepticismo pasivo ni desde la desilusión cómoda del que todo lo ve mal y nada construye.
La democracia, en definitiva, necesita más compromiso, más ciudadanía, más participación. Porque si no la defendemos, no la tendremos.
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