
El Eternauta – Capítulo 20 - El hombre que cuenta la historia
Todo termina… o todo empieza. Juan Salvo logra atravesar la dimensión y aparece, inexplicablemente, en el estudio de un guionista. Y así comienza el relato que ya conocemos.
Desprestigiar la política como una práctica inherentemente corrupta no solo erosiona la confianza ciudadana, sino que debilita los cimientos mismos de la democracia, abriendo paso al autoritarismo y a la indiferencia cívica.
DE NUESTRA REDACCIÓN08/05/2025En un tiempo donde todo parece discutirse a gritos, pocas frases generan tanto consenso como una que debería alarmarnos: “la política es mala”. La escuchamos en la calle, en los medios, en las redes, en el transporte público o en una sobremesa familiar. La idea de que "todos los políticos son ladrones" se repite con la naturalidad de un axioma, aunque esté más cerca de una consigna que de un análisis.
Pero, ¿qué sucede cuando ese mantra se instala tan profundamente que comenzamos a creerlo sin discusión? ¿Qué pasa cuando el descrédito no apunta a individuos, sino al sistema mismo?
Lejos de ser una crítica legítima —que siempre es necesaria en una democracia viva— este discurso repetido y generalizado se ha convertido en una narrativa vacía y destructiva. Una narrativa que no distingue, que no propone, que no participa. Que, al reducir la política a un juego de corrupción y traición, no solo arrastra a los malos sino que anula también a los buenos. Y más grave aún: aleja a quienes podrían transformar lo que no funciona.
El cinismo como anestesia
El fenómeno tiene un nombre: cinismo político. Es una forma de desilusión colectiva que se disfraza de lucidez pero en realidad es parálisis. Escepticismo sin propuestas, desconfianza sin alternativas, crítica sin compromiso. El cinismo se instala como una anestesia emocional y política. Frente a él, la participación activa parece ingenua, la militancia es vista como fanatismo, y el debate, como una pérdida de tiempo.
Este tipo de cinismo es fértil para los autoritarismos. Cuando la política se demoniza, quienes prometen gobernar “sin políticos” aparecen como salvadores. Y cuando la ciudadanía renuncia a construir poder desde abajo, el poder se concentra desde arriba. No es casual que las dictaduras y los populismos autoritarios florezcan allí donde la democracia ha sido erosionada por la desconfianza sistemática.
Medios, redes y la fábrica de la desafección
Los medios de comunicación —y en especial las redes sociales— han sido el canal principal de difusión de este relato simplificador. En nombre del rating, muchos medios prefieren amplificar escándalos antes que explicar procesos. Y en las redes, donde el algoritmo premia el enojo, los discursos radicales y antipolíticos se viralizan con facilidad.
La política, con sus tiempos lentos y sus contradicciones, no compite bien contra la indignación exprés de un tuit. Pero no se trata de demonizar las plataformas: también son herramientas valiosas. El problema es cómo las usamos. La crítica sin fundamento, el insulto generalizado, la cancelación rápida, no solo impiden el diálogo; también consolidan una cultura de la sospecha permanente, donde nadie es confiable y por lo tanto, nadie merece ser escuchado.
Cuando no hay política, hay poder sin control
Es importante recordar que la política no es una mala palabra. Es, en su sentido más profundo, el arte de lo común. La forma que una sociedad elige para resolver sus conflictos, para distribuir recursos, para construir futuro. Despreciar la política es, en última instancia, renunciar al derecho a decidir cómo queremos vivir.
Los partidos políticos —con todos sus defectos— siguen siendo hoy las herramientas más legítimas para la participación democrática. Son imperfectos, sí. Pero ¿qué alternativa viable existe sin ellos? ¿Quién decide, si no decidimos nosotros a través de la política? Allí donde no hay representación, la voluntad de unos pocos se impone por encima de la voluntad colectiva.
Filosofía y memoria: dos alertas
La historia está llena de ejemplos donde la apatía ciudadana abrió la puerta al autoritarismo. En la Alemania de entreguerras, en la Italia fascista, en las dictaduras latinoamericanas, siempre hubo una fase previa de desencanto con la política. La idea de que “todos son iguales” fue la antesala de quienes impusieron su verdad única por la fuerza.
Incluso los filósofos clásicos advirtieron sobre los peligros de la indiferencia. Aristóteles definía al ser humano como un animal político y advertía que quien no participaba de la vida política era, o un dios… o una bestia. Más cerca en el tiempo, Hannah Arendt explicaba que el totalitarismo no se imponía por la fuerza, sino por la indiferencia masiva. Porque una sociedad que renuncia a pensar y a participar es el campo fértil para cualquier forma de dominación.
Participar sigue siendo el antídoto
La salida no está en el desprecio sino en la reconstrucción. Hay miles de formas de hacer política sin caer en la lógica de los partidos tradicionales. Desde el activismo comunitario hasta la participación en consejos vecinales, desde el trabajo territorial hasta las nuevas expresiones digitales de organización colectiva. Participar no es solamente votar cada dos años. Es exigir, organizarse, proponer, escuchar, defender ideas. Y, sobre todo, no ceder el espacio público a quienes quieren vaciarlo.
La democracia no se defiende sola. Y cuando el desprecio por la política se convierte en norma, quienes quieren gobernar sin reglas, sin representación y sin diálogo, encuentran el camino libre. Por eso, ante la desafección y el cinismo, la respuesta no puede ser el silencio. La respuesta es más política. Más participación. Más compromiso.
Porque si dejamos de creer en la democracia, no es la política la que pierde. Somos nosotros.
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