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Consuelo Suncín, la Rosa salvadoreña que inspiró al Principito

La salvadoreña Consuelo Suncín no fue solo la esposa de Antoine de Saint-Exupéry, sino la inspiración viva detrás de La Rosa en *El Principito*. Dueña de una vida intensa y desafiante para su época, fue una mujer que rompió moldes, amó con libertad y dejó una huella imborrable en la obra más leída del siglo XX. Su historia, entre vuelos, cartas y silencios, merece ser contada.

ACTUALIDAD - CULTURA02/04/2025NeuquenNewsNeuquenNews
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Para millones de lectores, El Principito es un libro tierno, filosófico y conmovedor. Muchos recuerdan al zorro, al aviador, al planeta B612... y por supuesto, a La Rosa. Esa flor orgullosa, caprichosa, vulnerable y amada que el Principito cuida bajo un capelo de cristal. Pero pocos saben que La Rosa existió en la vida real, y se llamaba Consuelo Suncín, una salvadoreña de espíritu indomable que fue mucho más que la esposa del escritor Antoine de Saint-Exupéry.

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Consuelo nació en 1901 en Armenia, El Salvador, en una familia acomodada de cafetaleros. Desde muy joven rompió moldes: a los 18 años consiguió una beca y se fue a estudiar inglés a Estados Unidos. Para la época —y especialmente para una mujer latinoamericana— eso era todo un escándalo. Su vida fue una sucesión de decisiones que desafiaron lo establecido.

Primero se casó con un mexicano que resultó no ser lo que decía ser. Luego, tras enviudar, se instaló en México y buscó trabajo, lo que también causaba murmullos. En una anécdota que ilustra los tiempos que corrían, solicitó una entrevista con el filósofo y político José Vasconcelos. Él la hizo esperar dos horas y, al recibirla, le soltó una frase que resume todo el machismo de la época: “Una mujer joven, viuda y bonita no necesita trabajar, puede vivir de sus encantos”. Aun así, Vasconcelos quedó tan fascinado que le consiguió una beca para estudiar Derecho y, según sus propias memorias, mantuvieron un breve y apasionado romance.

Pero Consuelo tenía alas propias. Viajó a París, donde conoció al afamado escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, con quien se casó y compartió la vida literaria del momento. Tras su muerte, quedó viuda nuevamente, pero ahora con fortuna, libertad y una innegable presencia social.

Fue en Buenos Aires, en 1930, donde se cruzó con el aviador y escritor Antoine de Saint-Exupéry, que justo por esos días realizaba vuelos comerciales en Sudamérica. El flechazo fue inmediato. Ella lo deslumbró con su personalidad brillante; él la invitó a volar, literalmente. Fue durante uno de esos vuelos que Antoine escribió en su cuaderno: “Creo que ella me ha domesticado”. ¿Les suena?

Se casaron ese mismo año. Y aunque su historia de amor fue intensa y duró 13 años, también estuvo marcada por crisis, separaciones y reconciliaciones. Consuelo era asmática —como La Rosa que tose—, y Antoine, como el Principito, vivía preocupado por ella, incluso cuando estaban lejos. Las similitudes entre la flor del planeta B612 y esta mujer real no son casuales. El Principito nació en un tiempo de dolor y exilio, pero también de recuerdos. Y en ese universo simbólico, La Rosa era Consuelo.

La alta sociedad francesa nunca la aceptó del todo. Era extranjera, latinoamericana, viuda, independiente, y había amado a más de un hombre. La familia de Saint-Exupéry la veía como un estorbo, pero su suegra fue clara: “Si mi hijo la amaba, yo también”.

Cuando Antoine desapareció en 1944, durante una misión aérea, Consuelo quedó sola, una vez más. Pero no olvidada. Su figura fue silenciada por años, hasta que estudiosos y lectores empezaron a preguntarse quién era esa Rosa de la que tanto hablaba Saint-Exupéry. La respuesta estaba allí, en sus cartas, en los diarios, y en la historia de una mujer salvadoreña que vivió a su modo y dejó una huella imborrable en una de las obras más leídas del mundo.

Hoy, cuando volvemos a leer El Principito y llegamos a ese pasaje donde dice: “Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante”, podemos imaginar a Consuelo, y entender que esa Rosa tuvo espinas, sí, pero también un corazón ardiente.

 
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