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Periodismo en la era de la manipulación: la lucha por la verdad en un mundo de intereses

El verdadero periodismo no es complaciente ni neutral en la lucha de intereses. Publicar lo que alguien quiere ocultar es la esencia del oficio, un acto de resistencia contra el control de la información. De Watergate a los Panamá Papers, de la CIA y el narcotráfico a los periodistas perseguidos en todo el mundo, la historia demuestra que el periodismo no es un trabajo sin consecuencias.

DE NUESTRA REDACCIÓN24/02/2025NeuquenNewsNeuquenNews
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Silenciar al periodismo

George Orwell lo dijo de forma brutal y precisa: "Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás es relaciones públicas". En esta frase se resume una verdad incómoda: el periodismo no es un oficio complaciente. Su existencia misma implica que habrá alguien a quien no le guste lo que se dice, alguien que preferiría que las palabras no llegaran a la imprenta o a la pantalla. No porque el periodismo sea un enemigo natural de nadie, sino porque el poder, en cualquiera de sus formas, depende del control de la información. Y el periodismo, cuando es auténtico, es un acto de resistencia contra ese control.

El periodismo y el poder: una relación inevitablemente tensa

El periodismo, el de verdad, incomoda. No puede ser de otra manera. Un periodista que haga bien su trabajo no es aplaudido por todos. Por el contrario, su labor lo convierte en un blanco de ataques, presiones y difamaciones. A lo largo de la historia, los medios han destapado escándalos que han cambiado el rumbo de naciones enteras. El caso Watergate, por ejemplo, no solo derrumbó la presidencia de Richard Nixon, sino que dejó una lección indeleble sobre el papel de la prensa en una democracia. Si los periodistas del Washington Post hubieran temido incomodar al poder, Estados Unidos habría seguido gobernado por un hombre que operaba en la sombra, manipulando instituciones a su favor.

Pero no hay que irse tan lejos. En cualquier país, en cualquier época, cada vez que un periodista decide investigar a fondo una historia y exponerla, está pisando terrenos peligrosos. Desde los reportajes sobre el narcotráfico en América Latina hasta los trabajos sobre corrupción en Europa del Este, el periodismo sigue demostrando que el control de la narrativa es un pilar central del poder. No hay político, empresario o figura influyente que quiera ser cuestionado en público. Y es ahí donde el periodismo entra en escena.

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Un caso emblemático fue la investigación de los Panamá Papers, que reveló una red global de evasión fiscal y lavado de dinero. En Argentina, esta filtración tuvo un impacto particular al exponer cuentas offshore vinculadas a funcionarios de alto rango, incluyendo al entonces presidente Mauricio Macri. La difusión de estos documentos no solo puso en jaque a líderes políticos y empresarios, sino que también desató una feroz campaña de descrédito contra los periodistas que publicaron la información.

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Otro ejemplo estremecedor es el caso de Gary Webb, el periodista que destapó cómo la CIA facilitó el tráfico de drogas en Estados Unidos para financiar fuerzas paramilitares contrarrevolucionarias en América Latina, en lo que se conoció como el escándalo Dark Alliance. Su investigación reveló que el dinero del narcotráfico se usaba para financiar a la Contra nicaragüense, un hecho que las agencias de inteligencia intentaron negar y desacreditar. Webb fue objeto de una campaña de desprestigio tan intensa que terminó marginado de la profesión y, años después, apareció muerto en circunstancias que aún generan sospechas. Su historia es un recordatorio brutal de que el periodismo no solo incomoda, sino que puede llegar a ser letal para quienes deciden enfrentarse a los intereses más oscuros.

El periodismo no es un ataque, sino una exposición

Muchos intentan deslegitimar al periodismo diciendo que “persigue” a ciertas figuras o que “tiene una agenda oculta”. Pero la realidad es que la mera revelación de un hecho puede dañar la reputación de alguien, sin que haya intenciones personales detrás. No es que el periodismo se dedique a cazar culpables, sino que el poder está tan acostumbrado a operar sin rendir cuentas que cualquier visibilización de sus actos es percibida como un ataque. Y no solo se trata de gobiernos o grandes corporaciones. La corrupción, el abuso y la injusticia están en muchos niveles de la sociedad. Desde el pequeño funcionario que usa su cargo para enriquecerse hasta la megacorporación que evade impuestos o contamina un río sin consecuencias.

El periodismo es la delgada línea entre el silencio cómplice y la verdad pública. Y no se trata de un acto heroico ni de una cruzada moral. Es simplemente su razón de ser. Si un medio de comunicación deja de cuestionar al poder y se convierte en un altavoz de su discurso, ha dejado de ser periodismo. Se ha convertido en publicidad encubierta, en relaciones públicas, en propaganda.

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El caso de Julian Assange: cuando revelar la verdad se convierte en un crimen

El caso de Julian Assange es uno de los ejemplos más representativos de cómo el periodismo puede convertirse en un enemigo del poder cuando expone información que ciertas esferas preferirían mantener en la sombra. Fundador de WikiLeaks, Assange reveló documentos clasificados que mostraban crímenes de guerra, espionaje masivo y corrupción a nivel global. Entre las filtraciones más impactantes estuvieron los archivos sobre la guerra de Irak y Afganistán, los cuales incluían un video donde se veía a helicópteros estadounidenses disparando contra civiles y periodistas en Bagdad, asesinándolos a sangre fría.

El impacto de estas revelaciones fue inmediato. Los gobiernos afectados, en particular el de Estados Unidos, lo señalaron como una amenaza a la seguridad nacional, aunque lo que realmente hizo fue exponer lo que el poder quería ocultar. Desde entonces, Assange ha sido objeto de una persecución internacional que lo llevó a buscar asilo en la embajada de Ecuador en Londres durante siete años y, posteriormente, a ser arrestado y encarcelado en la prisión de máxima seguridad de Belmarsh. En junio de 2024, Julian Assange fue liberado tras llegar a un acuerdo con el Departamento de Justicia de Estados Unidos. En este acuerdo, Assange se declaró culpable de un cargo de conspiración para obtener y divulgar información de defensa nacional, lo que resultó en una sentencia equivalente al tiempo que ya había cumplido en prisión. Posteriormente, regresó a Australia, donde se reunió con su esposa, Stella, y sus hijos, Gabriel y Max.

El gobierno estadounidense lo acusó bajo la Ley de Espionaje, una legislación diseñada para perseguir traidores y agentes extranjeros, no periodistas o editores de información. Su caso no solo pone en evidencia los peligros de revelar información sensible, sino que también sienta un precedente alarmante: si un periodista o editor puede ser criminalizado por publicar información veraz, ¿cuánto tiempo pasará antes de que el periodismo investigativo se convierta en una actividad de alto riesgo incluso en las democracias más consolidadas?

El caso de Assange no es solo una batalla legal, sino una advertencia sobre el futuro de la libertad de prensa. Su encarcelamiento muestra que el castigo para quienes se atreven a desafiar el monopolio de la información es cada vez más severo. El mensaje es claro: exponer la verdad puede costarte la vida en libertad.

Las presiones y el precio de hacer periodismo real
Por supuesto, publicar información que alguien quiere ocultar no es fácil. Y en muchos lugares del mundo, hacerlo puede costar la vida. Los periodistas asesinados en México por investigar a los carteles de droga, los reporteros encarcelados en Rusia por desafiar el discurso oficial, los medios censurados en China por cuestionar al régimen… la lista es larga. No es solo una cuestión de valentía individual; es una lucha estructural. La libertad de prensa es uno de los pilares fundamentales de una sociedad libre, pero también es uno de los derechos más frágiles.

Los gobiernos tienen muchas maneras de sofocar al periodismo sin necesidad de recurrir a la censura directa. Pueden asfixiar económicamente a los medios a través de la pauta publicitaria, pueden lanzar campañas de desprestigio contra periodistas incómodos o pueden inundar el espacio público con información falsa para confundir y distraer. Y cuando todo eso falla, pueden recurrir a la intimidación abierta.

Pero no solo el Estado representa una amenaza para el periodismo independiente. Las grandes empresas también buscan controlar lo que se dice de ellas. En una economía globalizada, donde los medios dependen cada vez más de anunciantes para sobrevivir, los límites entre periodismo y publicidad se han vuelto peligrosamente difusos. No es raro que una noticia incómoda para una gran corporación desaparezca misteriosamente de un portal o que ciertos temas nunca lleguen a discutirse en los grandes medios.

El periodismo en la era de la desinformación

Hoy en día, el periodismo enfrenta un enemigo silencioso pero igualmente devastador: la desinformación. No se necesita censurar a un periodista si se puede inundar el espacio informativo con mentiras y ruido. Con las redes sociales como principales fuentes de información para millones de personas, las noticias falsas tienen un impacto real en la sociedad. En este contexto, el papel del periodismo no es solo investigar, sino también filtrar, contextualizar y verificar. En un mundo donde todo se comparte de inmediato y sin confirmación, la función del periodista como mediador entre la información y la verdad es más crucial que nunca.

Las campañas de desinformación no solo buscan manipular la opinión pública, sino también debilitar la credibilidad de los medios. Si la gente deja de confiar en el periodismo, el poder tiene vía libre para actuar sin control. Por eso, uno de los mayores desafíos del periodismo contemporáneo no es solo hacer investigaciones rigurosas, sino convencer al público de que la verdad importa.

El oficio que incomoda

No hay periodismo sin conflicto. No porque el periodismo busque el conflicto, sino porque la información tiene consecuencias. Un buen reportaje puede costarle una elección a un político, hacer caer a un CEO, destapar una red de corrupción o revelar un abuso de poder. Y en todos esos casos, habrá alguien que preferiría que la noticia nunca hubiera salido a la luz.

Pero esa es precisamente la función del periodismo: exponer lo que otros ocultan. No para destruir, sino para que la sociedad tenga las herramientas necesarias para decidir por sí misma. Sin periodismo, el poder se ejerce sin límites. Con él, la verdad, aunque incómoda, siempre encuentra un camino para salir a la luz.

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