El oro de Leonardi. Un relato de Isidro Belver

Cuentos de historias fabuladas del Alto Neuquén, que tapan, piadosos, los nombres reales.....

COLUMNISTAS 09 de marzo de 2021 Isidro Belver
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La minera Leonardi, de origen sanjuanino, fue la empresa que en la década del 40/50 construyó y trabajó la planta aurífera del arroyo Huaraco para explotar las minas del distrito aurífero Andacollo, especialmente las vetas de la Erika en Huinganco y la Sofía y Julia en el cerro Las Minas.

Eran herederos y continuadores de los primeros lavaderos de oro y piquineros, venidos de Chile desde 1890 y que en la década del 30/40 se incrementó con mineros del mundo entero: polacos, alemanes, norteamericanos, suizos, yugoslavos, italianos y españoles atraídos por la “California argentina”. Llegaban detrás de la eterna quimera del oro a flor del suelo y en tan grandes cantidades, que podía sacarse con cortafierros del mítico tronco de oro, en algún lugar de la Cordillera del Viento.

Un tronco de oro registrado por cédula real otorgando la propiedad de la leyenda a un hidalgo de la “Mui I Lustre Cibdad de la Concepción”.

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El capital invertido en las construcciones y maquinarias, modelo y maravilla para la época, era de origen sanjuanino con generosa financiación y respaldo del Banco Hipotecario Nacional. Las instalaciones incluían: Una usina hidroeléctrica sobre el arroyo El Manzano con la línea de conexión de 12 kilómetros hasta la planta; aserradero, carpintería y trapiches mas una pequeña usina secundaria en el arroyo Huaraco; caminos de acceso entre Andacollo, Huinganco y el cerro; cablecarril de 3 kilómetros de largo total en sus diversos ramales sobre el cerro; canales sobre el Huaraco con puentes colgantes, tuberías y túneles de conducción; planta de molienda, tanques de concentrado y flotación, laboratorio, hornos de fundición y purificación, depósitos de herramientas y materiales, talleres, polvorines; 15 kilómetros totales de vías decauville, volquetes, camiones de transporte; apertura de bocas nuevas y profundización de las galerías primitivas con modernas perforadoras de aire a percusión y rotativas.

Pero por sobre todo recuerdo y renombradas hasta el día de hoy, las viviendas comunes para el personal y en especial los chalet de los ingenieros y jefes con electricidad, agua potable, pozos sépticos, jardines y una pequeña pileta de natación sobre el arroyo Huaraco.

Esta gran villa minera de Huaraco, a la que no le faltaba sala de primeros auxilios con enfermeros matriculados y un cuerpo privado de seguridad, hoy está perdida en los vahos del recuerdo, refugiada en la leyenda. Su corta vida quedó magníficamente grabada en los episodios centrales de la novela La Cordillera del Viento de Carlos Mazzantti.

Una vez puesta en marcha la enorme maquinaria administrativa para la prospección, sondajes, extracción, molienda y refinamiento del oro, la planta comenzó a perfilarse con risueñas perspectivas. Se hicieron habituales los numerosos viajes de camiones “canadienses” al Banco Nación de Chos Malal o directamente a Buenos Aires, para mostrar y vender pequeños lingotes testigos del oro que se producía en Huaraco.

Pomposamente, durante muchos años, la oficina central del Banco Hipotecario tuvo en exhibición en artística caja de vidrio un pequeño y luciente lingote de oro de Huaraco en su salón VIP, como retorno visible y simbólico de lo mucho más que iría llegando de la Minera Leonardi. En su mejor momento, había trabajando para Leonardi, unas 350 personas en forma directa a lo que se debía añadir el comercio local de Andacollo y Chos Malal.

Luego del incendio de la mina de carbón de San Eduardo y la dispersión de su población, (1954) muchos se radicaron en Huaraco. La Minera Leonardi se convirtió en el polo productivo del Neuquén compitiendo con la actividad petrolera de Plaza Huincul. Su fama y nombradía atraía a mineros independientes o simples aventureros que pensaban encontrar su salvación económica en las “minas del Neuquén”.

Inesperadamente, el sueño comenzó a derrumbarse. No llegaba oro a Buenos Aires, y los Leonardi no podían respaldar y pagar la deuda con el Banco Hipotecario. De golpe, casi de la noche a la mañana, todo colapsó. Nadie dio explicaciones cuando los dueños de la Minera Leonardi dieron la orden de parar los trabajos y todo se detuvo, sin estridencias y casi como algo esperado.

Sólo se escucharon rumores y suposiciones: agotamiento de las vetas, desfalco, mal uso del crédito, inversiones o desvío de fondos para otros lados, robo de oro en pequeña escala, pero sobre todo, la sospecha de la desaparición de una súper carga de lingotes que se habían venido acumulando en el último año. La usina dejó de funcionar, la molienda se detuvo, las galerías y las viviendas se oscurecieron, el cable carril quedó con sus cargas de mineral, colgantes en el vacío, los jefes desaparecieron dejando unos encargados sin poderes ni respuestas, los ingenieros se fueron, los obreros comenzaron a buscar otros trabajos.

En 1965, por orden judicial, se clausuró la planta y todo se puso a remate. En 1972 comenzó el desguace y de la poderosa Minera Leonardi, sólo quedó intacta la usina hidroeléctrica de El Manzano comprada por la Provincia.

Desapareció todo, hierros, cobres, construcciones metálicas, de cemento, bases ciclópeas, maquinarias, herramientas, crisoles, los postes del tendido eléctrico.

Vecinos de Andacollo enviaron una propuesta al Gobernador del momento para que se salvara el cable carril, con el fin de poder utilizarlo luego en algún emprendimiento turístico, con el debido acondicionamiento de algunas galerías, pero no tuvieron suerte. Torres, cables, volquetes y hasta los gruesos tornillos de sujeción en los pilares de cemento, todo desapareció. La misma suerte corrieron las viviendas de los obreros, las casas de los ingenieros y los chalet de los patrones, ladrillo por ladrillo, chapa por chapa.

Con el tiempo, las mismas huellas de los caminos mineros del cerro fueron borrándose. Las galerías abandonadas, sólo recibían de vez en cuando algún visitante para probar suerte de encontrar una “ollita” de oro en algún recoveco conocido. Un viejo “canadiense” guacho y un destartalado Ford A permanecieron a la vista durante varios años más en Andacollo.

Nunca nadie dio una explicación clara y completa de este fracaso minero e incluso las autoridades provinciales daban como cierta la versión de que todo se debía a una gran estafa financiera, bien planificada, y que el único oro que había producido la Minera Leonardi, era el oro del préstamo que les había dado el Banco.

Sin embargo, había otra versión que con el tiempo se fue transformando en leyenda y mito. Alguien se había robado el mayor cargamento de oro de la Leonardi, destinado al pago en el Banco Nación de Chos Malal. Se aseguraba que el oro no había salido de Andacollo y estaba escondido en algún lugar muy seguro.

La carga de lingotes, que superaba los más de 100 kilos en lingotes de oro refinado había desaparecido sin ningún tipo de pistas visibles. Se comentaba por lo bajo, que estaban implicados un capataz de la minera y un comerciante de Andacollo. Por razones que nunca se explicaron, la Minera no hizo la denuncia y así dio más cuerpo a la versión de una desfalco financiero que de a poco se fue olvidando.

Hasta el año 2005. Un poblador de regular buen pasar, que había ejercido de criancero, pirquinero, y obrero minero en Cormine, a quien le pondremos por nombre Luciano, respondió a casi cuarenta años de misterio.

Cuando desapareció Cormine y la efímera sociedad cooperativa de los ex mineros, consiguió una changa municipal como encargado del mantenimiento y custodia del camping municipal a orillas del Neuquén. Nunca había formado una familia y ahora vivía solo en una pequeña dependencia del cámping.

En sus ratos libres por las tardes, recorría la costa buscando restos de evidentes asentamientos indígenas del pasado y que solían encontrarse después de las lluvias y los vientos, sobre las tierras sueltas de la costa: puntas de flecha, piedras agujereadas, manos y molinos para moler, y hasta esquirlas de huesos aparentemente humanos.

Hacía poco, tres jóvenes lugareños habían encontrado tres esqueletos juntos, enterrados en posición ceremonial, con piezas líticas a su alrededor, lo que despertó cierta conmoción en Andacollo. Habían venido estudiosos de Neuquén, recorrieron el lugar y sus alrededores y se llevaron los huesos y cerámicas para datarlos con precisión.

Por las cerámicas encontradas, se les calculaba una edad muy superior a lo que hasta el momento se conocía y se los vinculaba como antecesores de los pehuenches. Su recorrido habitual se extendía desde el cruce de caminos frente al camping, hasta la llamada “cueva del Míster” en la boca de la Quebrada Honda, pasando por lo que había sido “paso Villagra” donde antiguamente funcionaba la balsa sobre el Neuquén.

Hurgaba en las tierras removidas que dejaban las cargadoras en su tarea de carga de camiones con destino al Vivero Huinganco para tareas de repiques de pinos. Luciano había escuchado los comentarios de varios empleados del Vivero que aseguraban haber encontrado trozos de flechas, huesos astillados, pedazos de cerámica y piedras rotas de molino cuando zarandeaban la tierra para los repiques.

Algunos camioneros le contaban de haberse llevado para sus casas, piedras de molinos y catancuras enteras de los indios y alguno hablaba de haberse encontrado una calavera. Una tarde, alejándose de la cueva del míster, subiendo el faldeo de la quebrada, se topó con una mata de piche extrañamente grande y corpulenta. Como al descuido pateó un pedazo de lata oxidada que sobresalía de un hueco entre dos raíces.

La chapa aguantó la patada, y dejó ver unas letras y pintura muy claras. Al observarlo de cerca, le trajo la imagen de aquellas típicas latas de masitas que tenían los viejos almacenes que él tanto había visto cuando era chico, en el local de “Casa Fito” donde Don Sinforiano metía la mano y la sacaba cargada de masitas dulces con variada figuras de animales. Luciano se agachó para observar mejor la chapa y sus letras, tironeó un poco y al ver que no se desprendía el pedazo, escarbó con la mano alrededor.

Con sorpresa vio que la lata continuaba entera hacia abajo. Escarbando con palitos secos y trozos largos de piedra, logró despejar un poco mas la tierra. Pronto, la sorpresa fue mayúscula al observar que ahora aparecía la punta de algo como una tela negra recubierta con una superficie como brea. Instintivamente, Luciano tapó todo, colocó disimuladamente unas piedras encima, y con la rapidez de la ansiedad, fue hasta el camping y volvió con una pala.

Destapó lo enterrado profundizando alrededor de la lata y con una pequeña cortaplumas que siempre llevaba como colgante en su cinturón, rasgó la supuesta tela y se quedó con la boca abierta y lo que vio, lo dejó helado.

¡Era oro! ¡Lingotes de oro!....

Como era medio tarde, día de semana, en un lugar donde no se veía la ruta y sin intrusos, se puso a cavar con entusiasmo y cada palada le confirmaba el hallazgo: era una vieja lata de masitas de chapa que en su interior tenía una bolsa recubierta de brea envolviendo un decena de lingotes de oro.

Cada uno de ellos, perfectamente iguales, resplandecía como recién sacado de la fundición. Con sumo cuidado y entusiasmo, despejó toda la lata que increíblemente estaba bastante sana, con sus colores y letras intactas, en la parte enterrada.

Agrandando el pozo con la pala, a poco apareció una segunda lata, también de masitas, con el mismo tipo de tela, pero ésta tenía sólo, un poco más de la mitad de lingotes. Despejó algo más alrededor, pero cuando vio que seguía la roca natural no removida, abandonó la tarea. Luciano calculó que entre las dos latas habrían unos 40 kilos de oro puro en lingotes. Luciano cortó como pudo un pedazo grande de un lingote y con sumo cuidados volvió a enterrar las latas disimulando el lugar con ramas secas de piche y otras matas y se volvió al camping.

Esa noche de sereno en las obras de la pileta del camping, no estaba tranquilo pensando en su hallazgo y cada tanto salía al patio mirando hacia la cueva del míster como esperando ver algo. Pensaba, hacía números y sobre todo, debía decidir qué hacer con el oro.

Y comenzó a recordar las contadas de los viejos mineros sobre la desaparición misteriosa del oro de Leonardi. ¿Sería ese?. ¿Quién lo puso allí? Y sobre todo, ¿Qué hacer ahora con ese oro?. Y le vinieron a la mente las numerosas historias y contadas de los entierros. Irse muy lejos con el tesoro hallado como es la ley en estos hallazgos, con varios ríos de por medio, ya que de otra forma sólo le esperaba en el lugar, la desgracia, la enfermedad y la muerte.

Pero este no era un entierro de los indios, era, seguramente, el oro de la Leonardi que había desaparecido causando el cierre de la minera. Se acordaba de las historias del míster, el gringo que –decían todos- tenía enterrado en algún lugar de la cueva, sus botellas con oro de sus pirquineros. Luciano se acordaba era que el míster había muerto sólo, viejo y abandonado en su cueva y la policía había dicho que lo habían matado por unas botellas de oro.

Al amanecer, al entregar el turno, ya tenía decidido qué hacer: Se traería las latas con oro hasta su casita del camping y aprovechando los cimientos a medio hacer de la futura pileta municipal, los disimularía enterrándolos en una esquina quedando allí seguros para siempre cuando se vertiera el concreto. No se acostó y con la extrañeza de los primeros obreros que iban llegando, tomó la pala y dos bolsas harineras.

Llegó hasta el piche del tesoro y cuando ya había aclarado completamente tenía destapado el pozo de las latas.

Con temblor de emoción fue sacando cada uno de los lingotes colocándolos en la bolsa. Contó 38 lingotes en total calculándole 1 kilo a cada uno. Disimuló como pudo el pozo hecho. Al alumbrar el sol en lo alto de la ventanita de la Quebrada Honda, Luciano volvía al camping con su bolsa de oro al hombro, con evidente fatiga por la carga y esperando no encontrarse con nadie.

Llegando a los árboles de la balsa vieja, lo cruzó una parejita que hacía su caminata mañanera. “¿Pesada la bolsa?” –le preguntaron. “¡Vale la pena!” –respondió cortante. Al llegar a su casita, -todos los obreros estaban en la obra- cerró la puerta y ventanas y vació la bolsa con oro sobre la cama y se acostó rodeado por los lingotes, lleno de emoción hasta que lo despertaron para hacer cargo del turno noche

Esa noche, tal como lo había planeado Luciano, la bolsa con los lingotes de oro, quedó para siempre enterrado bajo los cimientos de la esquina sur de la pileta del camping municipal. Y así contaba su argumento práctico, frio y razonado que fue concretando mientras no podía dormir rodeado de lingotes, después de muchos años: -El oro no era mío, pero tampoco iba a ser para otro.

Si lo utilizaba para mí enseguida aparecerían los “herederos”, la justicia, la policía, los impuestos del gobierno y... ¡eran muchas las explicaciones para dar!. Salvo que hiciera como manda la tradición de los entierros en la zona: agarrar todo y calladito irse muy lejos del lugar donde se encuentra el tesoro, cruzando varios ríos y no volver. Pero ni yo, ni mi hermano, ni mi familia, queríamos irnos.

Sólo me guardé unos pequeños trozos de algunos lingotes, para compararlos con el oro de la Minera Gold y algunos pirquineros y, con un fiel amigo, mandé una muestra a Buenos Aires a laboratorios reconocidos que usaban los viejos mineros y comerciantes. Con precisión y seguridad, me informaron, acá tengo el papelito guardado, que ese oro, de buenísima calidad, la mejor conocida del Neuquén, famosa y reconocida a simple vista en los mercados desde muy antiguo, sin ninguna duda, era originario de las minas de Huaraco.

Y así fue como llegué a la conclusión de que este era el famoso oro de los Leonardi, que la leyenda de los lingotes de oro robados era cierta y que el viejito Jacinto, que vivía en un ranchito bajo los álamos algo sabía y seguramente en algún momento fue utilizando algo del oro de la lata que estaba a medias.

Entonces recordé y entendí la insistencia del comerciante de Andacollo, que andaba detrás de la leyenda del oro perdido y siempre le preguntaba a Jacinto por unos entierros, unas cajas, unas botellas. En una ocasión hizo hacer una limpieza total del terreno y quemaron el cerco que se había hecho con las duelas y los aros de las antiguas bordelesas vineras desarmadas. Sólo quedaba el chasis y chaperío del viejo Ford A de la minera que fue utilizado luego como contra antena de resonancia enterrado bajo la antena de la radio municipal.

No se encontró nada raro o sospechoso, pero no se tocaron ni los álamos ni el ranchito de Jacinto. Al poco tiempo encontraron muerto de frio a Jacinto en un invierno muy fuerte, extrañamente acostado al pie de uno de los viejos álamos del patio; el rancho se cayó con una nevada y cuando nosotros compramos lo único que había eran los álamos y ...¡el oro de Leonardi!”.

En unas estanterías de los galpones de la casa, Luciano guarda unas pocas cáscaras herrumbradas de las latas de masitas y los que las ven preguntan para qué guarda esas porquerías. Sólo sonríe, piensa en la gran conmoción que se hubiera armado si daba a conocer el descubrimiento de las latas con oro, en lo firme que están los cimientos de su casa, en lo mal que terminó Jacinto rodeado de oro, en la inutilidad de la búsqueda del comerciante.

Y se imagina que cuando sea muy viejito le contará a todos que él sabe dónde está el oro de la Leonardi, y cuando le pregunten dónde está, con gran misterio les echará esta adivinanza: “Soy oro huaraquino, enterrado en Andacollo, si me quieren encontrar, estoy donde hubo añejo vino, rodeado de agua que no me puede mojar”.

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