Un cuento de Mario Cippitelli

El pan con mortadela, la taza con cascarilla y la escuela pobre

COLUMNISTAS30/12/2023NeuquenNewsNeuquenNews
Pupitres

Era un refrigerio que entregaban en la vieja escuela N°2 a principios de la década del 70, cuando yo cursaba mis estudios primarios. Apenas un pedazo de pan con una rebanada de mortadela en el medio, acompañado por una taza de leche caliente con cascarilla de cacao.

Por aquel entonces, la ciudad de Neuquén era sólo un pueblo que recién empezaba a desarrollarse a partir de la provincialización, en 1958. La gran mayoría de las calles eran de tierra, no había edificios y solo se enseñaba en un puñado de escuelas. La vieja N°2 era una de ellas, la más antigua.

El refrigerio no era el mejor y muchos chicos lo rechazaban. Algunos se comían el sandwich; otros se tomaban la cascarilla, pero aquella colación no era realmente necesaria. Cuando salíamos de la escuela a la tarde nos esperaba la merienda en nuestras casas, de esas suculentas que nos preparaban nuestras mamás o nuestras abuelas.

A la escuela concurrían chicos de distintos barrios representando a todas las clases sociales. Algunos poco provenían de familias adineradas y el resto de clase media y sectores más humildes aunque la pobreza de aquel entonces no era la de hoy. Todos mis compañeros vivían en una casa con techo, se alimentaban bien, se vestían y se educaban. Las diferencias estaban en el tamaño de las viviendas, los privilegios de salir de vacaciones, tener un auto, vestir ropa de marca, pero nadie lo hacía notar. Los guardapolvos terminaban de uniformar a esa enorme masa de niños y niñas que recién empezaban a estudiar y tenían un mundo para descubrir.

En términos generales Neuquén era modesta porque recién se comenzaban a aplicar políticas públicas que permitieran tener una mejor calidad de vida. Las campañas de vacunación a fines de los 60 habían bajado los índices de mortalidad infantil, la construcción de hospitales mejoraba todos los días el servicio de salud y la educación era la gran apuesta para pensar en una sociedad pujante, más justa e igualitaria.

En términos más simples, ir a la escuela no era una opción. Era una obligación que todos cumplían sin chistar. Se trataba del lugar más importante después del hogar, aunque todavía estaban en pie algunos edificios de la época de los pioneros que ya no daban más.

La escuela N°2 tenía aulas en la nave central y otro anexo que daba al patio de tierra que se terminaba en la esquina de la diagonal Alvear y la Avenida Argentina. Lo baños tenían letrinas que las desinfectaban con acaroína, los pupitres eran asientos desvencijados, la calefacción no siempre funcionaba, debajo de los pisos flotantes de madera rotas y desgastadas corrían ejércitos de lauchas y cada tanto aparecían algunos murciélagos colgados de los techos que causaban curiosidad y asombro. Sin embargo, nunca de todos estos problemas eran motivo para suspender las clases, como tampoco eran los vientos que en aquel tiempo se sentían mucho más por la falta de árboles y edificios altos o las lluvias, el frío y el calor.

Los feriados se festejaban con actos o desfiles el mismo día que marcaba el calendario y las maestras eran figuras indiscutibles, que no faltaban nunca y que tenían tanta ternura como carácter y autoridad. No había nada más importante que ir a la escuela.

Supongo que ese mensaje lo entendíamos todos. Por eso disfrutábamos hacer los deberes artesanales como dibujar mapas con tinta china y papel de calcar, buscar libros en la biblioteca Alberdi, leer las revistas Anteojito o Billiken que tenían contenidos pedagógicos, y divertirnos con las cosas más simples: jugar con las bolitas, con las figuritas, saltar en la rayuela o en el juego del elástico.

En ese contexto de sacrificios, y con la convicción de que el ascenso social se lograba con la educación, miles de estudiantes se formaron en esas escuelas públicas precarias y pudieron convertirse en grandes profesionales que hoy ocupan roles importantes en la sociedad. Lo lograron todos en mayor o menor medida: los que tenían familias adineradas, pero también los de clase media y los más vulnerables.
Pero las cosas cambiaron en estos últimos 50 años. Y el ascenso social se convirtió en una pendiente cada vez más difícil de escalar.

La semana pasada el Indec mostró las cifras de pobreza en la Argentina que abarca al 40 por ciento de la población. En el caso de los menores, la tragedia se expande al 55 por ciento. En Neuquén las cifras son similares. El panorama se completa con una inflación desbocada, aunque ya naturalizada por el paso de los años.

El azote a la educación fue inevitable.

Las escuelas en los barrios pobres, aquellas instituciones que deberían educar a niños y niñas, son centros de contención más preocupados en alimentar y resolver problemas sociales que a la función esencial por la que fueron creadas. Las maestras hacen malabares para inculcar contenidos a niños que no prestan atención, que están tristes, que tienen hambre, que viven sus dramas propios en hogares desintegrados y con carencias de todo tipo. Los paros docentes porque los sueldos no alcanzan, la suspensión de clases porque sopla el viento, porque no hay calefacción, porque hay goteras en los techos o tienen los vidrios rotos por el vandalismo, completan un cuadro desesperanzador.

Con este panorama no es casual la enorme deserción escolar, la mala calidad educativa, la falta de comprensión de textos básicos o conocimientos que en otros tiempos parecían más sencillos. El crecimiento de las escuelas privadas terminó con la igualdad de oportunidades que tenía aquella vieja escuela N°2 que incluía a todos, que los uniformaba con los guardapolvos blancos, pero fundamentalmente los convencía con la épica del estudio, la única salida posible.

El mayor contrasentido es que en estos tiempos de desarrollo y modernidad la tecnología evolucionó a una velocidad increíble y nunca como hoy hubo tantas ventanas abiertas al mundo del conocimiento, para aprender de la manera más cómoda y sencilla, para facilitarnos el cumplimiento de aquel norte que tenían los pioneros para encontrar el bienestar a través de la educación.

Si hoy pudiera viajar por el tiempo hasta la vieja escuela N°2 y les contara a mis maestras de primaria que en medio siglo va existir una herramienta llamada internet que a través de pantallas como televisores chiquitos se podrán leer libros gratis, cursar estudios sin la necesidad de ir a una universidad, aprender oficios, mirar buen cine en cualquier momento y disfrutar de la música en una calidad exquisita, seguramente estallarían de emoción.

Festejarían el hecho de que tanto sacrificio valió la pena, que finalmente la educación logró el desarrollo tan soñado, que el mundo equiparó desigualdades y que el analfabetismo y la ignorancia quedaron como desafíos difíciles del pasado.

Me quedaría charlando con ellas, aunque sin contarles toda la verdad para no desilusionarlas. Disfrutaría escuchándolas con la misma admiración que tenía cuando era un niño, reviviendo recuerdos en blanco y negro, recorriendo las aulas descascaradas y el patio de tierra y también compartiendo aquel pan con mortadela y esa taza de leche caliente con cascarilla que en nuestra niñez nos daba energía, pero también nos entibiaba la panza y el alma.

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