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El harakiri económico del capitalismo

"China juega al Go, Occidente al póker". Mientras China avanza con una lógica de planificación a largo plazo, el modelo hiper globalizado de Occidente muestra sus límites: desindustrialización, dependencia crítica y fragilidad sistémica. Un análisis del Lic. Alejandro Marcó del Pont sobre las raíces del colapso económico actual.

DE NUESTRA REDACCIÓN25/05/2025 Lic. Alejandro Marcó del Pont
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Más de medio siglo después de la primera visita de Henry Kissinger a China, el capitalismo globalizado —especialmente en su variante occidental— enfrenta una paradoja irónica. Sus propias recetas de éxito —globalización, minimización de costos y maximización de beneficios— están acelerando su decadencia.

Lo que comenzó como un proceso de globalización basado en reducir costos y maximizar beneficios, terminó dejando a Estados Unidos y Europa dependientes de las cadenas de suministro que ellos mismos desmantelaron. La expansión de un modelo desregulado, financiarizado y deslocalizado sembró la semilla de una fragilidad estructural que hoy hace crujir a todo el sistema. La dependencia estratégica de China en tierras raras y manufacturas ha creado vulnerabilidades estructurales difíciles de revertir.

En las últimas décadas, las corporaciones occidentales — sobre todo estadounidenses — abrazaron la deslocalización como dogma. Trasladaron producción a Asia (principalmente China) para reducir costos y aumentar márgenes de beneficio, pero a cambio vaciaron su base industrial doméstica.

La pandemia los expuso, cuando el puerto de Wuhan cerró en 2020, las cadenas de suministro globales colapsaron. Occidente descubrió que no podía producir desde mascarillas hasta semiconductores.

Eventos como el bloqueo del Canal de Suez (2021), la guerra en Ucrania (2022) y las tensiones en el Estrecho de Taiwán (2023-) demostraron que, en un mundo volátil, la hiperoptimización es sinónimo de riesgo sistémico. Mientras tanto, China —con su modelo híbrido de capitalismo de Estado— mantuvo fábricas operativas y acumuló excedentes.

Impulsadas por la lógica de los costos bajos, las empresas estadounidenses trasladaron empleos, conocimiento técnico y capacidad de innovación. La deslocalización no solo eliminó millones de empleos manufactureros en EE.UU. (unos 4 millones según estimaciones) sino que también erosionó el conocimiento práctico asociado a la producción. La pérdida de mano de obra cualificada y capacidad innovadora ralentizó el desarrollo futuro de productos y mejoras de procesos. Literalmente, dejaron de saber cómo se hacen las cosas.

China, por su parte, se posicionó como el centro manufacturero global, ofreciendo no solo mano de obra barata, sino también infraestructura en rápido desarrollo. Para muchas multinacionales nació un mercado interno creciente de consumo crucial. En poco tiempo China, pasó de ser «la fábrica del mundo» a convertirse en un mercado de consumo, convirtiendo a las empresas occidentales en dependientes estratégicas de ese mercado, lo que a menudo las llevó a alinearse con las políticas del gobierno chino para mantener su acceso.

La trampa de la deslocalización provocó que la supuesta eficiencia se convirtiera en fragilidad. El capitalismo financiarizado priorizó el valor de las empresas expresado en términos de aumento del precio de las acciones, dividendos y la capitalización bursátil, no por su capacidad productiva.

En paralelo, el sistema de gestión de inventarios cero just-in-time (JIT), nacido en Japón en los años 70, se convirtió en dogma en Wall Street: menos inventarios = más ganancias. Sin embargo, su extensión a cadenas de suministro globalizadas multiplicó los riesgos. Los sistemas de inventario cero son vulnerables a disrupciones —desde crisis geopolíticas hasta fenómenos climáticos—, y la falta de reservas convierte cualquier interrupción en un efecto dominó. El modelo es un suicidio logístico.

La eficiencia extrema se transformó en fragilidad estructural. Las ganancias de corto plazo taparon la pérdida de resiliencia productiva. La Globalización, el Just-in-Time y la pérdida de cadenas de suministro llevaron al colapso de Occidente en el que nos encontramos ahora. La pandemia de COVID-19, en particular, reveló importantes debilidades en las cadenas de suministro internacionales. Generó escasez crítica en sectores estratégicos y subrayó los posibles peligros de una dependencia excesiva de centros de fabricación distantes como China.

Este desacierto de beneficios coyunturales por perdidas estratégicas de largo plazo, dio un resultado conocido: China hoy controla más del 70% de la producción de tierras raras, procesa el 90% y tiene, además, el 92% de la capacidad mundial de producción de imanes permanentes de tierras raras, fundamentales para tecnologías clave como baterías, misiles, aviones y turbinas eólicas.

Reemplazar esa dependencia no es fácil. Requiere quince a veinte años de inversión sostenida, conocimiento técnico e infraestructura. Pero, sobre todo, exige una planificación estratégica que Occidente ya no sabe —ni quiere— hacer. Competir con los bajos costos de producción de China y su sólida infraestructura de cadena de suministro sigue siendo un obstáculo importante. La extracción y el procesamiento de tierras raras en otros países pueden resultar considerablemente más costosos debido a factores como los mayores costos laborales y la implementación de regulaciones ambientales más estrictas.

Las décadas de desindustrialización no fueron solo una “decisión económica”, fueron una elección política disfrazada de eficiencia, que entregó las llaves del futuro a cambio de beneficios inmediatos.

El capitalismo occidental no desaparecerá, pero su versión hiperglobalizada y financiarizada podría estar agotando su ciclo. Mientras Eurasia apuesta por modelos de planificación estratégica, EE.UU. y Europa lidian con desindustrialización, inflación y fracturas sociales.

Keynes se preguntaba qué reemplazaría al capitalismo. Hoy, la respuesta podría estar en Oriente: un sistema que subordina la eficiencia a la seguridad estratégica y la rentabilidad al interés nacional. La historia advierte que los imperios comerciales caen cuando confunden rentabilidad con resiliencia. Y Occidente lleva décadas cometiendo ese error.

Jugar al póker en una partida de Go es un error táctico. Pero seguir apostando todas las fichas, incluso cuando se sabe que la mano está perdida, es el verdadero harakiri.

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