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Mientras el oficialismo apuesta por el entretenimiento de baja calidad y desprecia el conocimiento, un documental científico del Conicet arrasó en redes superando con creces la audiencia de “La Misa de Carajo”, el show bizarro que impulsó el círculo libertario. El streaming de un documental sobre el fondo marino, producido por científicos del Conicet, quintuplicó las visualizaciones de uno de los eventos más promocionados por el entorno libertario en redes. El dato no solo ridiculiza el aparato de propaganda digital del mileísmo, sino que revela una verdad incómoda para el Gobierno: la sociedad todavía valora el conocimiento.
Un tiburón anguila, un calamar vampiro, el mítico diente de sable del océano profundo, y una cámara del Conicet se enfrentaron, sin buscarlo, al universo de influencers libertarios que militan el show como dogma. El resultado fue demoledor. La ciencia pública, vapuleada por el discurso oficial y despreciada por los operadores mediáticos del mileísmo, acaba de propinarle una humillante derrota a los autodenominados «guardianes de la libertad». Y lo hizo con lo más temido por este Gobierno: evidencia.
Mientras el círculo digital que orbita a Javier Milei se relamía con “La Misa de Carajo”, un acto delirante que fusionó religión, merchandising y culto al ego presidencial, otro contenido se filtraba por las grietas de las redes. Sin promesas de redención ni arengas violentas, el documental sobre el fondo del mar producido por el Conicet capturaba una audiencia que no sólo superó, sino que humilló en números al evento transmitido por “El Gordo Dan”, uno de los influencers predilectos del mileísmo.
Los datos son lapidarios: más de 500.000 visualizaciones en una semana para el streaming del Conicet contra unas 100.000 que logró La Misa de Carajo, un espectáculo tan forzado como grotesco, que mezcló alabanzas al presidente con una puesta en escena que ni la televisión de los ’90 se hubiera animado a producir. Esos cinco a uno duelen, sobre todo en un ecosistema donde las métricas son bandera y los algoritmos dictan prestigios.
La transmisión científica —serena, sin gritos ni fuegos artificiales— mostró imágenes del talud continental argentino, un universo apenas explorado donde criaturas abisales se mueven como si habitaran otro planeta. En ese silencio profundo, entre crustáceos y peces de apariencia prehistórica, el Conicet dejó un mensaje brutalmente claro: a pesar del ajuste, la persecución y el desfinanciamiento, la ciencia argentina sigue produciendo conocimiento de calidad, relevante y con impacto en la sociedad.
Del otro lado, en el rincón de los eventos montados, La Misa de Carajo pretendió ser un espectáculo de masas, pero terminó siendo un show marginal con pretensiones épicas. Desde el nombre hasta la estética, todo en ese evento buscó impactar desde el escándalo, como si la política pudiera reducirse a un sketch de mal gusto. Las loas a Milei, las banderas, el merchandising con estética medieval y los discursos sobreactuados construyeron una parodia involuntaria que, sin embargo, contó con el respaldo y la promoción de importantes referentes libertarios.
Y ahí está el problema: mientras el Estado reduce presupuestos, liquida organismos, desprecia el saber y persigue a los investigadores, hay una parte de la ciudadanía que se resiste a ser arrastrada al show permanente del mileísmo. El fenómeno del documental marino no se explica solo por la calidad del contenido —que la tiene—, sino porque toca una fibra que el relato oficial intenta extirpar: la admiración por el conocimiento, el asombro frente a lo desconocido, la conexión con el territorio y sus misterios.
El fondo del mar argentino —ese abismo silencioso, inabarcable y soberano— se convirtió, sin quererlo, en símbolo de una resistencia cultural. No porque haya pancartas o arengas, sino porque recuerda que hay otro país posible, uno que valora el esfuerzo colectivo, el trabajo en equipo, la formación rigurosa y la investigación como herramienta de soberanía. Un país que no necesita misas ni gritos para conmover. Le basta con mostrar una estrella de mar que camina sobre un lecho oscuro a 500 metros de profundidad.
Y eso es lo que el Gobierno no puede tolerar. Porque esa estrella de mar es más poderosa que mil arengas tuiteras. Porque ese tiburón anguila es más real que cualquier conspiración inventada en TikTok. Porque cada imagen del documental del Conicet refuta, sin palabras, el desprecio oficial por lo público. Y lo hace con algo que el mileísmo no puede controlar: el deseo genuino de aprender.
Mientras tanto, el Gordo Dan, que pretendía ser el Gran Heraldo de la fe libertaria, quedó reducido a un streamer con números pobres y entusiasmo impostado. Su misa, lejos de ser un fenómeno popular, terminó siendo un testimonio del narcisismo de una secta que confunde política con entretenimiento barato.
¿Significa esto que la ciencia ganó la batalla cultural? No. Pero al menos demuestra que no todo está perdido. Que aún hay cientos de miles de personas dispuestas a dedicar su tiempo a ver un documental sobre el océano, en lugar de consumir propaganda grotesca. Que todavía hay quienes se emocionan con una imagen submarina en vez de con una pose presidencial forzada. Que, pese al ajuste, el vaciamiento y la estigmatización, la ciencia argentina tiene algo que el Gobierno no tiene ni tendrá: legitimidad.
La cámara del Conicet bajó al fondo del mar y lo que encontró no solo fueron criaturas sorprendentes. Encontró, también, una verdad profunda: la sociedad argentina, en su mayoría silenciosa, sigue apostando por el conocimiento. Y no hay algoritmo libertario que pueda hundir eso.
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