
Derrotados pero no vencidos, Juan y los sobrevivientes deciden contraatacar. Ya no alcanza con resistir: es hora de luchar. El Eternauta se convierte en combatiente.
En un tiempo donde las palabras parecen valer más que los hechos, conviene recordar que los discursos no gobiernan. Gobiernan las decisiones.
DE NUESTRA REDACCIÓN13/04/2025Durante décadas, buena parte de la vida política y social se organizó en torno a una distinción sencilla -pero poderosa- : izquierda y derecha. La identidad ideológica no sólo agrupaba partidos o líderes, también funcionaba como brújula moral y guía para interpretar el mundo. Ser de izquierda era defender al pueblo, al trabajador, a lo público. Ser de derecha implicaba priorizar el orden, el mercado, la tradición. Cada quien sabía (o creía saber) de qué lado estaba.
Sin embargo, esa brújula hoy gira sin norte claro. En tiempos donde el pragmatismo parece gobernarlo todo, las viejas categorías se tambalean. Líderes que se autodefinen como “liberales” proclaman la libertad mientras concentran poder. Otros, que se dicen “progresistas”, gestionan con lógicas empresariales. El juego se volvió más complejo: los símbolos siguen allí, pero muchas veces no tienen correlato con las decisiones concretas.
Este corrimiento no es casual. La política, presionada por la inmediatez, el marketing y la competencia permanente por la atención pública, se volvió cada vez más performativa. Importa más lo que se dice que lo que se hace. Las etiquetas ideológicas sobreviven como marcas: útiles para captar fidelidades, pero muchas veces vacías de contenido.
¿Qué implica hoy ser de derecha o de izquierda? ¿Lo define el discurso o las políticas efectivas? ¿Una figura que reduce impuestos a los ricos y recorta derechos sociales, pero defiende la "diversidad", es progresista? ¿Un líder que invoca la "soberanía nacional" mientras entrega recursos estratégicos a grandes corporaciones extranjeras, es nacionalista?
No se trata de negar las ideologías. Al contrario: son necesarias para dotar de sentido a la acción colectiva. Pero sí de advertir cómo el uso superficial de esas categorías puede anestesiar el juicio crítico. Cuando el lenguaje reemplaza a los hechos, corremos el riesgo de ser gobernados por ilusiones.
La clave, hoy más que nunca, es mirar las acciones. Observar qué hacen los dirigentes, más allá de lo que declaman. Cómo votan, qué decisiones toman, a quién benefician y a quién perjudican. Es allí donde se revela la verdadera ideología. No en los slogans, sino en los presupuestos. No en los discursos de campaña, sino en los decretos firmados.
También es vital abstraerse del ruido. La política moderna —amplificada por redes sociales y medios de comunicación— produce una catarata constante de enojos, épicas vacías y falsas oposiciones. Muchas veces, este ruido está diseñado para confundir, para dividir, para evitar que se pregunten las cosas importantes. ¿Quién se beneficia? ¿Qué intereses se están defendiendo?
El pragmatismo, en sí mismo, no es algo negativo. Puede ser sinónimo de sentido común, de capacidad de adaptación. Pero cuando se convierte en cinismo, en falta de principios, en gestión sin alma, deja de ser una herramienta para volverse un peligro. Porque entonces ya no hay límites: todo vale si sirve para sostener el poder.
Por eso, más que izquierdas o derechas, necesitamos lucidez. Una ciudadanía que no se deje seducir por relatos fáciles, que no se atrinchere en identidades prestadas, que se atreva a evaluar a sus dirigentes por lo que hacen. Necesitamos pensamiento crítico, no devoción. Observación rigurosa, no fe partidaria.
Las ideologías no están muertas. Pero para que sigan vivas, deben ser honestas. Coherentes. Y sobre todo, útiles para construir una sociedad más justa, más libre, más humana. Lo demás -lo puramente discursivo, lo marketinero, lo que cambia de camiseta según el rating- es solo escenografía.
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