La democracia domesticada: cuando el poder no se vota

Aunque los ciudadanos votan, el rumbo de las democracias modernas parece definido por fuerzas que no se eligen: corporaciones, burocracias y lobbies que imponen continuidad a pesar de los cambios de gobierno. ¿Hasta dónde llega el poder real del voto?

DE NUESTRA REDACCIÓN28/03/2025NeuquenNewsNeuquenNews

"Los presidentes van y vienen, pero las políticas no cambian". Así, con su habitual tono entre cínico y pragmático, Vladimir Putin resumió, en una entrevista reciente, lo que para muchos es una sospecha persistente: que el poder real no reside en los presidentes elegidos por el voto popular, sino en estructuras que sobreviven a ellos.

Putin pronunció estas palabras en marzo de 2024 durante una entrevista, en un momento de alta tensión geopolítica por la guerra en Ucrania, la presión de sanciones occidentales sobre Rusia, y un clima de creciente desconfianza entre Moscú y Washington.

 No lo dijo con nostalgia por la democracia ni con intención reformista, sino con la seguridad de quien ha convivido —y sobrevivido— al sistema global durante más de dos décadas. Lo que sí hizo, tal vez sin querer, fue abrir una puerta incómoda a una verdad aún más amplia: que muchas democracias occidentales están gobernadas más por la continuidad del poder económico y burocrático que por la voluntad popular expresada en las urnas.

Cambian las caras, no los guiones
Putin relata que ha conversado con varios presidentes estadounidenses —"uno, otro y un tercero"— y que, sin embargo, las políticas de fondo se mantienen inalterables. Luego describe cómo un presidente recién electo llega con ideas y propuestas, hasta que comienzan a desfilar por su despacho hombres de traje oscuro —“sin corbata roja, sino negra o azul marino”— para explicarle "cómo se hacen realmente las cosas".

Puede sonar a caricatura de thriller político, pero encierra una verdad que trasciende fronteras: la arquitectura del poder no cambia con el cambio de mando. Quien llega al gobierno descubre pronto que gobierna apenas una parte del Estado, mientras que el resto —la parte sumergida del iceberg— opera con autonomía, obedeciendo a otros intereses: corporaciones, burocracias técnicas, servicios de inteligencia, grupos de presión globales, y estructuras judiciales inmunes a la política.

El poder que no se vota
Las elecciones continúan siendo un ritual esencial para la vida democrática, pero ya no son suficientes para garantizar la soberanía popular. La sociedad vota, espera cambio, debate ideas. Pero el margen real de acción de los gobernantes es cada vez más estrecho, y los consensos que no se pueden romper son definidos, muchas veces, por actores que no se presentan a elecciones ni rinden cuentas.

El fenómeno no es nuevo. Ya Eisenhower, en 1961, advirtió sobre los riesgos del complejo militar-industrial en Estados Unidos. Hoy, el riesgo es aún mayor: el complejo financiero-tecnológico-mediático, con capacidad de condicionar gobiernos, crear climas sociales, reescribir discursos y dictar qué reformas son viables… y cuáles no.

La ilusión del control ciudadano
La democracia nos ofrece la posibilidad de elegir representantes, pero no garantiza que esos representantes puedan efectivamente gobernar. ¿Qué ocurre cuando un presidente quiere reformar el sistema financiero, renegociar con las corporaciones, frenar el poder monopólico de las tecnológicas o tocar los intereses del complejo extractivo? Suele encontrar límites invisibles pero sólidos: tribunales, calificadoras, tratados internacionales, lobbies, amenazas mediáticas, bancos centrales “autónomos” y hasta organismos multilaterales que sancionan o premian según su propio juego.

El ciudadano común no vota por esos actores. No puede remover a los CEOs ni elegir a los burócratas de Washington, Bruselas o Davos. Y sin embargo, son ellos quienes muchas veces dictan las condiciones del juego, incluso en los márgenes más íntimos de la vida cotidiana: salud, empleo, educación, energía, alimentos, datos.

¿Democracia o administración?
Cuando el presidente de una potencia global admite que "cambiar algo es una tarea bastante difícil, no por falta de voluntad, sino porque hay quienes no quieren que se cambie", nos enfrenta a una pregunta estructural: ¿hasta qué punto las democracias modernas siguen siendo espacios de transformación, y no meras administraciones de lo ya decidido?

Putin lo dice sin ironía, pero con resignación táctica. No necesita que la democracia funcione en el mundo. Solo necesita que sus contradicciones sean visibles. En eso, quizá tenga razón: si la democracia no logra controlar a los poderes que no se eligen, ¿puede seguir llamándose democracia?

 
Lo que no se discute
Los límites no están solo en las instituciones, sino también en el lenguaje. ¿Cuántos temas son considerados “imposibles”, “irresponsables” o “anti-mercado” incluso antes de ser discutidos? ¿Cuántos gobiernos se desploman por tocar intereses que ni siquiera sabíamos que eran intocables?

Hoy, el verdadero desafío democrático no es elegir mejor. Es reconstruir la capacidad colectiva de decidir sobre lo que realmente importa, aunque incomode a los que llevan décadas explicando “cómo se hacen las cosas”

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